He pensado insistentemente que la idea de subirse a un bus, para mi, es un delirio de esperanza: Miro primero quien está de pie al final del pasillo del angosto y sobrecargado vehículo. O huelo sin importar el físico y me acerco, me acerco, un poco más y sucede, cómo ciertas partes del cuerpo, muy notables, obviamente: extremidades; obviamente, poco notables: el brillo entre los poros, roza suavemente la espalda. Siempre de espalda.
Se acerca y el juego es risa interna y pálpitos hormonales que descienden de la fascinación del no beso (muy romántico y costoso), la fascinación del no sexo (muy rpofundo para el momento). Casi siempre es de mañana, los olores frescos de las colonias incitan, y de aquellos que se han fumado el cigarro de la mañana. Si es de piel blanca, ¡mejor!, si parece de 29... me quedo a moverme con la inercia del bus en los únicos dos semáforos que atravieso, en las únicas 9 paradas casi obligatorias.
Las mañanas en los buses, son como quedarse en la esquina del hotel, y hasta quizás terminar sin necesidad de entrada.