jueves, 17 de noviembre de 2011

Mañanas de buses

Lamer una, dos, tres veces en la entrada del hotel, al cruce de la esquina, por no llegar.

He pensado insistentemente que la idea de subirse a un bus, para mi, es un delirio de esperanza: Miro primero quien está de pie al final del pasillo del angosto y sobrecargado vehículo. O huelo sin importar el físico y me acerco, me acerco, un poco más y sucede, cómo ciertas partes del cuerpo, muy notables, obviamente: extremidades; obviamente, poco notables: el brillo entre los poros, roza suavemente la espalda. Siempre de espalda.
Se acerca y el juego es risa interna y pálpitos hormonales que descienden de la fascinación del no beso (muy romántico y costoso), la fascinación del no sexo (muy rpofundo para el momento). Casi siempre es de mañana, los olores frescos de las colonias incitan, y de aquellos que se han fumado el cigarro de la mañana. Si es de piel blanca, ¡mejor!, si parece de 29... me quedo a moverme con la inercia del bus en los únicos dos semáforos que atravieso, en las únicas 9 paradas casi obligatorias.
Las mañanas en los buses, son como quedarse en la esquina del hotel, y hasta quizás terminar sin necesidad de entrada.